viernes, 15 de mayo de 2009

Obsesión.

Los amores juveniles son así. Obsesivos, absolutos: a todo o nada. Lo terrible es que siete meses después uno siga comportándose de esa manera. Lo doloroso es que definitivamente así se quede uno: siendo una maldita obsesiva. Supuse que tenía que
superarlo… pero nada parecía cambiar. Él seguía en mi cabeza. Lo perseguía, lo buscaba, me escondía, llamaba por teléfono y cortaba. Me sentía necesitada: de su voz, de sus palabras silenciosas, de sus miradas. De mis inventos. De eso vivía: del timbre que le habían atribuido al voz de su voz, de la personalidad que le compré, de un futuro ideal juntos, donde no existiera la diferencia de edad. En mi cabeza podíamos ser felices y no entendía por qué no se concretaba mi sueño. Me enojé con dios y con el mundo. Dejé de creer en el Ser Divino y empecé a maldecirlo. “Si Dios existe, no puede estar haciéndome esto”. No pensaba que Dios estaba ocupado en cosas más importantes, porque definitivamente, para mí a los catorce años, no había algo más importante que él. Y ese hombre y mi salud mental iban de la mano, irremediablemente. Así como también:

la falta de él y mi depresión,
eran mejores amigos.

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